miércoles, 13 de marzo de 2013

BORIS MUÑOZ: NACE UN NUEVO EVANGELIO--CARACAS, 11--03--13--

Crónica: El nacimiento de un nuevo evangelio; por Boris Muñoz Por Boris Muñoz | 11 de Marzo, 2013 ---(http://prodavinci.com/2013/03/11/actualidad/cronica-el-nacimiento-de-un-nuevo-evangelio-por-boris-munoz/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+Prodavinci+%28Prodavinci%29)--- Llegué a la Academia Militar culebreando por un apretujón de dos kilómetros de longitud. Adentro del recinto, dignatarios del mundo daban a Chávez lo que se suponía sería el último adiós a su cuerpo mortal, pero que al parecer será más bien un breve hasta luego, mientras lo preparan para su exhibición pública de aquí a la eternidad. En las calles de Caracas ya se hacía evidente este deseo, hecho a partes iguales de genuino amor popular y adoctrinamiento propagandístico. “Chávez no ha muerto, el pueblo está despierto” se leía en el muro de una bomba de gasolina cercana a la estación de metro La Bandera. Y mientras me adentraba, junto con Pato Fernández, periodista de la revista chilena The Clinic, se comprendía a cada paso con mayor claridad de dónde y por qué brotaban las efusiones de sensibilidad popular. Digamos que durante un buen trayecto de la procesión, los peregrinos, en duelo pero festivos —exhaustos pero determinados a llegar hasta la capilla ardiente con los restos de su héroe— eran asistidos por un bombardeo incesante de mercadeo político, pero también por la mano visible y dadivosa del Estado. Es decir, había agua socialista para mitigar el calor, arepas socialistas para matar el hambre, naranjas y cambures socialistas para las bajas de azúcar y potasio, baños socialistas para los apremios de las vísceras y los esfínteres, soldados socialistas para ayudar a los desfallecientes y a las personas con discapacidad. Y también una omnipresencia de un Chávez ya sustraído a la realidad y reproducido al infinito y más allá en miles de formas: fantasmático, metafísico, inmortalizado por su santificación instantánea en el altar de la revolución. No importa que su fatal desenlace haya sido previsible ni que los dirigentes a cargo del gobierno mantuvieran a millones de venezolanos deliberadamente desinformados sobre el estado real de la salud del presidente. Para el mar de gente que esperaba horas y horas sólo había una causa: ver el último rostro de Chávez, el hombre que los enamoró dándoles identidad política, es decir, dirección a sus anhelos y sus resentimientos. Ahora ellos le juran lealtad más allá de la muerte con el fervor de quien abraza la fe y se entrega a un nuevo evangelio. La procesión Poco después de pasar los monolitos, a eso de las once de la mañana de ese viernes canicular, me tropecé con un trío de mujeres que volvían a la estación del metro bañadas en lágrimas. Habían visto el cuerpo mortal de su líder y no podía reprimir el dolor. Llegaron la noche anterior para que el calor del día no las sofocara. “Somos de Guarenas, donde nació la revolución”, me dijo Luzmarina Laya de 34 y madre de dos hijas. Les pregunto qué creen que va a pasar: “Va a ganar Maduro. Se lo debemos a Chávez. Lo importante es que haga el trabajo”, responde Belkis Martínez, quien es la más llorosa pero también la más articulada. “¿Y cuál es ese trabajo?”, inquiero. “El proyecto bolivariano que es mantener la Patria para nuestros hijos, que son la verdadera Patria”, contesta la más gordita y callada de las tres. Verónica Martínez se llama y lleva un collarín, pues 26 días atrás la operaron de tres hernias cervicales. Antes de despedirnos, les pregunto si creen que es importante reconciliar al país. Me contesta Belkis: “Por los ideales de Chávez, tenemos que buscar la reconciliación y hacer comprender a los que no están con nosotros que Chávez quería el bien de todos más allá de un partido. Lo humillaron, pero murió con las botas bien puestas”. Se ha contado de todo sobre la procesión. Lo que me tocó ver a mí no fue distinto. Pero no pude dejar de reparar en la estrecha interrelación entre el mundo militar y los sectores más pobres de la sociedad que componían mayoritariamente la feligresía en este funeral. Los soldados, la Guardia del Pueblo y la Casa Militar se encargaban de evitar el desborde en la inconmensurable aglomeración. La gente se apiñaba y, gritando vivas a Chávez, buscaban mantener un hilo de orden en una situación que podría tornarse caótica de un momento a otro. Cuando había desmayados, la Guardia del Pueblo o los miembros del Ejército buscaban a los de Protección Civil o los bomberos para prestar socorro. Pero no eran los soldados indiferentes o solamente concentrados en su misión. Cuando el presidente iraní, Mahmud Ahmedinejad, hizo acto de presencia, hubo en los predios de la Academia Militar una estruendosa ovación. “Ésa sí es una amistad verdadera” dijo para sí mismo, pero con toda la intención de ser oído, un soldado que estaba a mi lado. “Los amigos verdaderos de Chávez son Fidel, el papá, Evo, el hijo. Los pitiyanquis no querían que Chávez tratara a Ahmedinejad. ¿Y por qué? No somos ningunos esclavos para hacer lo que ellos quieran”. Lealtad y expectativa Pantallas gigantes, dispuestas en varios lugares, mantenían al público conectado con lo que sucedía en la capilla ardiente. Y pasaban muchas cosas. Raúl Castro tenía cara de circunstancia, doña Elena Frías de Chávez lloraba inconsolablemente con el rostro cubierto y Aleksandr Lukashenko se enjugaba las lágrimas, mientras el rostro de Sebastián Piñera parecía un catálogo de tics nerviosos. Maduro y Diosdado algo hacían —no se entendía muy bien qué— con la espada de Bolívar y afuera la multitud replicaba con un santo y seña: “Alerta, alerta,/ alerta que camina/ la espada de Bolívar por América Latina”. Una salva de artillería. Así dieron las doce y la una, las dos y las tres…. a esa hora nos encontrábamos en una especie de enfermería improvisada o más bien un callejón de los milagros, donde atendían a los desmayados y se les prestaba ayuda a las personas de la tercera edad o con problemas de movilidad. A mi lado estaba sentada en una silla una mujer menuda con un corsé. Era Miriam Acosta, oriunda de Barlovento, y no desperdiciaba un segundo para encomiar a Maduro. “Mi comandante dijo, ‘Si yo no estoy al frente, está Maduro’, y eso es sagrado”, o para atacar al candidato opositor Capriles Radonski: “En Barlovento no ha hecho nada. Lo que se hizo es obra de Diosdado Cabello. Capriles lo que hace es pasear en una moto de agua”. Muchas de las mujeres eran ancianas octogenarias. Habían peregrinado desde puntos remotos y especulaban sobre cómo sería el último rostro de Chávez. La ceremonia se prolongaba en rituales solemnes y la gente, castigada por el sol, apiñada y exhausta, empezaba a perder la paciencia. A las 3:30, una hora después de concluido el funeral de Estado, la sensación de motín ya era tangible: “¡Queremos ver a Chávez! ¡Queremos ver a Chávez! ¡Queremos ver a Chávez!”, “¿Dónde está Maduro?”, “Si Chávez estuviera aquí habría hecho ya pasar al Pueblo y no nos hubiese castigado con tanto protocolo”. Su último rostro A medida que se hacía inminente la entrada a la capilla ardiente instalada en la Academia Militar, las emociones florecían con mayor intensidad. La multitud, compuesta en su mayoría por mujeres, se encadenaba en invocaciones y plegarias, comparando a Chávez con Cristo redentor. “Hoy nace una nueva patria y estoy orgullosa de ser parte de ella. Chávez fue la punta de lanza del sueño de Bolívar. Fue un maestro que predicó la unión de la Patria Grande”, decía una mujer discurseando entre los minusválidos. Ya nadie lo escuchaba porque más atrás otra mujer denunciaba que había una “escuálida” infiltrada con una gorra de Capriles Radonski buscando sembrar el caos. Por suerte, tampoco le hicieron caso porque ya se iba a dar paso a los visitantes. Al borde de las escaleras de entrada a la cámara mortuoria, una mujer de apariencia muy humilde se nos acercó a Pato y a mí pidiendo ser entrevistada. Al activarse la cámara, dio su nombre y dijo venir de Monagas. Su mirada era tímida, vestía un suéter azul de lana y sus zapatos estaban llenos de barro. Habló de la tristeza de estar ahí en un día así y de lo grande que era Chávez. Poco después, en tono de confidencia contó que ella y Chávez se habían casado en secreto en 2008 y que el difunto presidente le había dado un enorme corazón de rosas como regalo de bodas cuando pasaron su luna de miel en un palafito del Lago de Maracaibo. Se veía profundamente afligida. Cuando por fin se abrió el acceso, en el patio hubo un silencio rumoroso. Nos ordenaron desfilar por la alfombra roja hasta al ataúd sin detenernos. Fue un momento perturbador. Mi mirada se posó sobre la espada de Bolívar que refulgía dentro de una caja transparente. Cada quien buscaba demorar lo más posible su segundo ante la urna. Un instante antes de alcanzar el ataúd, pensé en Chávez como un idealista y un antagonista que buscó abrirse un lugar en un presente marcado por el pragmatismo técnico y económico. No lo logro del todo, pero tampoco es que fue un fracaso. Por fin vi a Hugo Chávez. Llevaba el uniforme verde oliva y calada sobre su cabeza una boina roja. Un fajín rojo cubría su abdomen. Su rostro no delataba los estragos de una larga agonía, pero sí los rigores de la muerte que le daban a su piel una sombra cenicienta. Era un hombre muerto, un hombre en su dimensión más humana. Todo -salvo la muerte- puede ser corregido. El lugar físico de Chávez será ocupado por un vacío memorioso durante largas generaciones. Detrás de mí, la mujer que dijo ser su esposa, se derrumbo sobre el cristal y le juró su amor eterno.

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