Prefacio a la segunda edición de Las revoluciones terribles
El curso actual de una revolución terrible
Ángel Bernardo Viso
Agosto de 2001
Se publica con autorización de Editorial Grijalbo
Con motivo de la segunda edición del presente libro, me exige el editor un prefacio donde me refiera al movimiento revolucionario iniciado en Venezuela el pasado año, poniendo así a mi cargo una ardua tarea, pues una cosa es pensar y escribir con sosiego sobre algo ocurrido hace alrededor de doscientos años, utilizando para ello el repertorio de ideas que Bolívar y los suyos heredaron del Siglo de las Luces, y otra muy distinta tratar de comprender lo que está en juego ante mis ojos con la velocidad de un torbellino, debatiéndome interiormente entre la sensación de presenciar un fenómeno anacrónico, de ocurrencia improbable y por tanto destinado a ser fugaz, y la convicción contraria, de estar ante un tipo de gobierno, o más bien de gobernante —pues mi instinto me lleva a creer necesario hacer de una vez un traje, o mejor dicho una investidura, a la medida de nuestro Caudillo—, con una clara vocación al despotismo, tal como lo concibe Montesquieu, y a la tiranía, en el sentido de la filosofía clásica, tal como la define Leo Strauss en su meditación sobre el breve y denso diálogo de Jenofonte, Hierón o Tratado sobre la Tiranía:
«La tiranía es esencialmente un gobierno sin leyes o, más exactamente, un gobierno monárquico sin leyes» [1].
He dicho una vocación —que es llamado o tendencia—, para evitar cualquier polémica con politólogos, constitucionalistas o filósofos, de igual manera que, en su tiempo, se dijo que la primera Constitución de Bolivia establecía una monarquía sin corona, o una monocracia, palabra esta última con frecuencia aplicada a la Constitución bolivariana impuesta por Hugo Chávez Frías.
He utilizado también, siguiendo a Strauss, la palabra monarquía, después de haber leído con pena el farragoso texto de la nueva Constitución, porque, como se verá en el Capítulo X de mi libro, estoy convencido de que el discurso revolucionario hispanoamericano, y la ideología de donde procede, es múltiple, engañoso y distante de la realidad, de modo que es de rigor metodológico separarse de la apariencia —así tenga el aspecto plúmbeo de la Constitución bolivariana—, y levantar su velo para descubrir la verdad oculta detrás de los disfraces o máscaras revolucionarios, así como de las mentiras constitucionales o inaugurales. Ahora bien, una de esas mentiras es la de la existencia real de la Constitución, que sólo vive en la medida en que la ilusión de su vigencia sirve para tranquilizar la conciencia de una comunidad internacional que —víctima de una ilusión o de una actitud hipócrita—, se contenta con que existan los nombres de las cosas, aunque estas últimas tengan la consistencia del humo o del viento.
Es cierto que algunos voceros de la comunidad internacional han expresado que es preciso juzgar a Chávez por lo que hace y no por lo que dice, pero en el libro del Génesis está escrito que el mundo se crea por la palabra, por el Verbo, y en la práctica sabemos que cualquier palabra violenta, maligna o destructora, lanzada desde lo alto del poder, mata o siembra el Terror. De ahí mi afirmación inicial de que el Caudillo, Führer o Duce, tiene vocación al despotismo, en el sentido definido por Montesquieu.
En efecto, dice el pensador bordelés en su libro fundamental que la libertad:
«es esa tranquilidad de espíritu que cada uno tiene de su seguridad; y para que se tenga esa libertad, es preciso que el gobierno esté constituido de tal manera que un ciudadano no pueda temer a otro ciudadano [2] y, en otro libro, dice:
«La sola ventaja de un pueblo libre es la seguridad que tiene cada quien de que el capricho de uno solo no le quitará los bienes ni la vida» [3].
Llama entonces la atención que, a pesar del notorio temor surgido entre tantos periodistas, propietarios de empresas, prelados de la Iglesia Católica y simples opositores al sistema de gobierno actual, a quienes el dueño absoluto del poder ha execrado, condenado o prometido destruir, haya gente que todavía tenga ánimos para sostener que en Venezuela existen libertad y democracia, desdeñando los aspectos multiformes de los totalitarismos contemporáneos.
De otra parte, la evolución de las ideas que hicieron posibles esos totalitarismos llevaron a escribir a un célebre historiador francés:
«Nietzsche, anunciador de la muerte de Dios, profeta de la miseria moral e intelectual del hombre democrático, no imagina los regímenes totalitarios del siglo siguiente. Es en el siglo XIX que la historia reemplaza a Dios en su poder total sobre el destino de los hombres, pero es en el siglo XX que se dejan ver las locuras políticas nacidas de esa sustitución» [4].
El historiador francés dice locura, y no otra cosa hemos vivido desde que nuestro Führer, siguiendo los pasos de sus antecesores ideológicos, comenzó a ejercer su poder absoluto, en contra de las constituciones y de las leyes, a las que opuso desde el momento de su elección una legitimidad de carácter mesiánico, en apariencia derivada del voto popular de los venezolanos, aunque luego supimos que procedía de una idea más grande, al descubrir su ambición de deshacedor de entuertos en el ámbito continental (guerrilleros de la Colombia cercana o profunda, indios del lejano Ecuador, desheredados del Nordeste del Brasil y de más allá) para asombrarnos después de su vocación planetaria, de caballero andante de las causas perdidas (como la de Fidel Castro) o evidentemente erróneas (como la de los fundamentalistas islámicos) y de las tecnologías atrasadas (como la de los trenes y demás maquinarias de la China continental), para culminar en su ambición de convertirse en el paladín del tercer mundo, en el jefe de la O.P.E.P., en el fundador de una organización paralela a las Naciones Unidas.
Esa locura proteica, más que de su estructura psíquica o espiritual, es tributaria de una ideología que, como ya ha sido observado, es una curiosa amalgama de las dos grandes tendencias antidemocráticas y antiliberales del siglo XX, el comunismo y el fascismo (pasadas por el tamiz de su militarismo tropical), ejemplos contemporáneos de las revoluciones terribles, cuyo odio recíproco y lucha a muerte no excluye su carácter complementario, ni los préstamos ideológicos que cada una de esas tendencias debe a la otra, como se desprende, entre otros, de los trabajos de Ernst Nolte y de François Furet [5], por lo que resulta ocioso averiguar en cuáles proporciones el comunismo ruso y el fascismo (cuya versión radical es el nazismo, de acuerdo con Nolte) han contribuido a integrar la peculiar ideología de nuestro Führer.
Ahora bien, al recurrir al lenguaje de la psiquiatría para caracterizar la concepción, la puesta en práctica y la vivencia misma del régimen sui generis implantado en nuestro medio, no lo hago para atenuar la responsabilidad de sus promotores, ni del mayor y principal de sus actores, sino obviamente para poner de relieve la insensatez de querer refundar la República, a los dos siglos de haber sido fundada, en contra de las corrientes dominantes en el rico y culto mundo occidental al que pertenecemos por derecho propio, queriendo tirar por la borda la experiencia vivida durante esos dos siglos a costa de dolor y sangre, así como abolir instituciones que, si bien debían ser reformadas, no tenían por qué ser aniquiladas, y menos aún sustituidas por parodias o mascaradas: intentos improvisados e incoherentes, a los que no resulta aventurado vaticinar una vida corta.
Pero hay algo más grave, que permite temer para el futuro cosas peores, si la revolución iniciada sigue su curso. Los hechos han demostrado que la Constitución misma, que aparentemente estaba en el centro de las propuestas revolucionarias, se ha revelado al fin como un simple pretexto o ardid para ayudar a destruir el marco jurídico prerrevolucionario, y no la clave de bóveda de la construcción de la nueva Venezuela, de modo que hechos como el referéndum consultivo de la Asamblea Constituyente, las elecciones que se siguieron, la batalla jurídico-constitucional propuesta ante la Corte Suprema de Justicia por un grupo de inteligentes y valientes juristas y la aprobación final de la Constitución, por una minoría del electorado real, debido a la abstención de la mayoría, presentados todos como triunfos de la Revolución bolivariana, no pasaron de ser una comedia, prevista, estimulada y en gran medida representada por el Führer y sus seguidores, para hacernos creer que la meta buscada por ellos era la promulgación de la nueva Constitución revolucionaria, cuando el único fundamento del poder que domina al Estado es la voluntad agresiva, truculenta y cambiante del Führer.
Allan R. Brewer-Carías, en uno de sus mejores libros [6], denuncia sin complacencia los actos inconstitucionales e ilegales de todos los órganos del poder público. Sin embargo, como es lógico en su caso, Brewer se coloca resueltamente en el terreno jurídico; y por eso debe creer en la existencia real de la Constitución que critica. Este prefacio, en cambio, así como el libro que sigue, están situados en el campo de la crítica histórica, y por eso su enfoque debe ser distinto. El simple hecho de que más de tres meses después de la aprobación de la nueva Constitución se publique en la Gaceta Oficial una versión corregida de la misma, so pretexto de errores de gramática, de sintaxis y de estilo, precedida por una Exposición de Motivos que no fue aprobada por la Asamblea Constituyente, pero que debería ser decisiva en la interpretación de las normas constitucionales; el hecho adicional de que la Asamblea haya elegido un Congresillo, no previsto en la Constitución, para servir de órgano legislativo (con facultades supraconstitucionales), mientras se celebraban las elecciones destinadas a relegitimar las autoridades; y finalmente, el hecho de que, después de haber obtenido —regular o irregularmente— la relegitimación buscada por el Führer, se pretenda que continuamos todavía en un período transitorio y que, sin aprobarse las leyes previstas en la Constitución, la Asamblea recién elegida deba designar nuevo Tribunal Supremo y nuevo Poder Ciudadano, como si dicha Asamblea tuviera las facultades supraconstitucionales del Congresillo, me convencen en forma definitiva que, como antes he afirmado, la Constitución no tiene una existencia querida por sus promotores, quienes hicieron desde el comienzo la reserva mental correspondiente, y creen tener el derecho (y la fuerza) de aplicarla o de no aplicarla, lo mismo que todas las leyes, según las circunstancias y las necesidades de la revolución. De modo que, para aquellos que creen en la existencia real de la Constitución bolivariana, de igual manera que la Constitución del 61 fue calificada irrespetuosamente por el Führer de moribunda, la actual debería ser calificada por todos los venezolanos de inválida o baldada.
Lenin, fundador del comunismo ruso y probablemente el maestro indirecto de Hugo Chávez Frías, o en todo caso el primero de sus antecesores, tuvo una postura más expedita, pero más sincera, en materia constitucional, en 1917, cuando ordenó dispersar la Asamblea Constituyente por la que había luchado con denuedo toda la oposición al zar, incluyendo a socialdemócratas y bolcheviques. En sus Tesis sobre la Asamblea Constituyente, publicadas antes de la orden de dispersión, comunicada a la Asamblea, de viva voz, por un marino rojo, Lenin tuvo la franqueza de invocar su concepción de la dialéctica marxista y de aclarar que, si bien había sido justa la reivindicación de la que había nacido la Asamblea, el desarrollo de la Revolución de octubre (de 1917) hacía que aquélla, de reunirse, debería entrar en conflicto con los intereses y la voluntad de las masas, de modo que la crisis debía ser resuelta «de manera revolucionaria» [7].
Con la revolución verdaderamente hemos topado, Sancho amigo. Ignoro si el Führer llegó a tener la idea de seguir a la letra las enseñanzas de Lenin, para evitar los escollos de la interpretación del proceso constituyente y de la Constitución misma, y luego desechó esa idea, con el fin de guardar las apariencias ante la comunidad internacional, recurriendo a subterfugios para, en la práctica, dejar sin efecto la Constitución vendida al electorado como una panacea, aunque en verdad son tan numerosas sus violaciones de las normas de la Constitución moribunda, y de la Constitución baldada, y tan frecuentes las oportunidades en que decide simplemente no aplicarla, que en la comunidad internacional y en la nacional queda muy poco espacio para creer que Hugo Chávez Frías es un respetuoso cumplidor de la Constitución y de las leyes.
Por eso, a pesar de que tengo a mano los recursos legales introducidos ante la Corte Suprema de Justicia y luego ante el Tribunal Supremo de Justicia, estoy seguro de que toda esa rica literatura jurídica sólo será apreciada cuando cese el fenómeno revolucionario; es decir, cuando, muy de acuerdo con Joseph de Maistre y con el Epílogo de mi libro, entre todos hagamos lo contrario de una revolución. No una contrarrevolución, que sería más de lo mismo que se ha hecho ahora.
Por lo demás, en su libro La España Revolucionaria, ya Marx se había planteado el problema de que, a veces, como a su juicio ocurría en 1812 en la península española, «lo que faltaba era una acción revolucionaria para romper la resistencia de la vieja sociedad y no una Constitución que sancionase un imposible compromiso con aquélla» [8]. De donde es posible que los autores y actores de la Revolución de 1999, calificada por mí de tiránica, hayan descubierto tardíamente, y en la práctica, esa «ley de la historia», enunciada hace mucho más de un siglo por el gran filósofo revolucionario, y decidido a la carrera, con poco arte y ninguna virtud (en el sentido maquiavelano) hacer caso omiso de la Constitución baldada.
Pero el conflicto entre Revolución y Constitución es más viejo aún y se origina en la primera de las revoluciones terribles, es decir, en la francesa, de acuerdo con el magnífico trabajo que le consagra al tema el profesor de la Universidad de Chicago Keith Michael Baker [9]. Ese conflicto surgió cuando, en la Asamblea revolucionaria de 1789, fue preciso debatir la forma en que debía manifestarse la soberanía de la nación o del pueblo, ya plasmada en una Constitución escrita, para poder reformar o derogar la Constitución misma. Debate apasionado, en el que, por desgracia, se desecharon las opiniones del abate Sieyès (quien optaba por conceder el poder de reformar el texto constitucional a los mismos diputados, que todavía ejercían sus funciones), y la Asamblea se encontró en un callejón sin salida, entre la convicción de que la Constitución no podía reformarse sino por medios constitucionales, impedidos por el veto del rey, y la otra convicción, más poderosa, de que el pueblo la podía cambiar en todo momento. Ese conflicto ideológico y jurídico, terminó con la destrucción de facto de la primera Constitución francesa y con la apertura de la Revolución misma hacia la violencia indiscriminada y el Terror.
Si evoco en estas páginas aquel lejano conflicto es porque creo que permite comprender a fondo las razones teóricas y prácticas que llevan a no aplicar la actual Constitución bolivariana. En efecto, mientras en Francia había una brecha conceptual entre Constitución y Revolución, por las trabas de técnica jurídica opuestas a la expresión de la soberanía para reformar el texto constitucional, cuando a los diputados radicales parecía evidente que el pueblo podía manifestar en todo tiempo su soberanía, siguiendo a la letra las enseñanzas de Rousseau, en la Venezuela de hoy, Hugo Chávez Frías, a quien por eso he decidido llamar Führer o Caudillo, no obstante haber sido elegido por el voto popular y cumplido con otras formalidades que le permiten exhibir la investidura de Presidente constitucional, al mismo tiempo se ha reservado para sí de manera explícita y con carácter absoluto la legitimidad revolucionaria y la representación solitaria de la soberanía, lo que le ha permitido, entre otras cosas:
Asumir la Presidencia de la República sin prestar el juramento exigido por la ley, al calificar la Constitución del 61 de moribunda, es decir, de no acatable, o de parcialmente acatable, en el momento mismo en que se disponía a realizar ese acto solemne, convirtiéndose desde ese instante en un gobernante de facto.
Invocar la naturaleza exclusiva del ejercicio por parte suya de la soberanía, en una comunicación dirigida a la Corte Suprema de Justicia; y, muy de acuerdo con esa declaración formal, imponer luego su voluntad tanto a la referida Corte como al Congreso, rompiendo así el equilibrio de los poderes consagrado en la Constitución del 61, que no había sido derogada de jure.
Decretar el ascenso de oficiales de las fuerzas Armadas, desde Coronel o Capitán de Navío, sin la autorización del Senado de la República, con abierta violación del artículo 150, ordinal 5º, de la Constitución del 61, poniendo así en práctica la teoría de su mentor Norberto Ceresole, de que debía convertirse en Caudillo o Führer de las Fuerzas Armadas, y abriendo paso a una posible dictadura militar, eventualmente impuesta en contra de su voluntad, que impida incluso el ejercicio formal de la proclamada soberanía popular.
Auspiciar públicamente los numerosos actos inconstitucionales de la Asamblea Constituyente, y en especial los relativos a los efectos derogatorios de la Constitución del 61, y al régimen de transición del poder público, analizados severamente por Brewer [10].
Utilizar de manera cotidiana los medios de comunicación estatales y privados, y en especial la radio y la televisión, sin estar autorizado para ello por ninguna norma, tanto para promover sus intereses electorales como para amedrentar a sus opositores.
Aprovecharse de su condición de militar retirado, de manera francamente abusiva, incitando a militares activos a participar en las elecciones como candidatos, en contra de la letra de la Constitución; infiltrando en la administración pública militares fuera de servicio, sin experiencia en cargos civiles; y en cambio humillando a los militares activos, exhibiéndose en ceremonias y actos públicos con un uniforme militar que ya no tiene derecho a usar.
Conducir una política exterior de intromisión en los asuntos internos de los países limítrofes, mediante la utilización de contactos indebidos con la guerrilla colombiana y el manejo demagógico de las etnias indígenas, a los que la Constitución baldada consagra unas normas de difícil interpretación y aplicación; y que, por lo demás, están reñidas con las garantías constitucionales históricamente reconocidas a los venezolanos (vgr., en materia de propiedad privada, al imponer a los indígenas la propiedad colectiva) y se prestan a la manipulación de esas etnias en contra de los venezolanos que no pertenezcan a las mismas y en contra de los gobiernos de algunos países iberoamericanos (como ocurrió en el caso de Ecuador).
Pretender agrandar el territorio nacional mediante una política de anexiones, lo que explica la intención, varias veces manifestada, de declarar unilateralmente nulos todos los tratados que, a juicio del gobierno venezolano, hayan implicado concesiones territoriales, así como explica la norma contenida en el artículo 14 de la Constitución baldada, que prevé un régimen legal particular para aquellos territorios (necesariamente limítrofes) cuyos habitantes decidan incorporarse a Venezuela, dejando así la puerta abierta para que el Führer sea considerado un factor de perturbación política a nivel continental, y para que puedan surgir conflictos armados de naturaleza internacional, como suele ocurrir en toda revolución terrible.
De esa manera, y de varias otras que deliberadamente omito, la praxis del ejercicio del poder ha tratado de colmar la brecha existente entre Revolución y Constitución, concentrando todo el poder en manos del Führer, del Caudillo, quien —como se verá más adelante en mi libro al hablar del nazismo—, es el único que encarna el espíritu del pueblo. De donde se infiere que cuando el Führer dice: el pueblo quiere, en verdad es él quien quiere, en su olímpica soledad, sin tomar en cuenta la voluntad del pueblo real, de las minorías, de los opositores y disidentes, y de todos aquellos sobre los que pesa la nota de infamia de haber pertenecido al Antiguo Régimen o, en su lenguaje, al puntofijismo. Por ese motivo, a esa solución práctica del conflicto entre Revolución y Constitución puede aplicarse el mismo análisis hecho por el antes citado profesor de Chicago, a propósito de las decisiones tomadas por la Asamblea revolucionaria francesa a mediados de septiembre de 1789, si se tiene el cuidado de sustituir la palabra Asamblea por la de Führer o Caudillo:
«En la medida en que la Asamblea rechazaba los argumentos de Sieyès a favor de una teoría de la representación basada en la división del trabajo, de hecho rehusaba aceptar un discurso de lo social fundado en el reconocimiento de una distribución desigual de la razón, de las funciones y de los intereses, a favor de un discurso político fundado sobre la teoría de la voluntad general unitaria. Para decirlo en un vocabulario más general, la Asamblea optaba por el lenguaje de la voluntad política, en vez del lenguaje de la razón social; por el de la unidad, más bien que por el de la diversidad; por el de la soberanía absoluta, y no por el lenguaje de los derechos del hombre. Es decir, a término, la Asamblea optaba por el Terror» [11].
Varias veces en el texto de este prefacio he dicho o citado la palabra Terror, a sabiendas de que todavía no han caído las cabezas; he hablado de militarismo, cuando el gobierno guarda la apariencia de mantener una naturaleza civil; y de tiranía, en el sentido clásico, siendo así que han pasado veinticinco siglos desde que Hierón, el tirano de Siracusa, dialogaba filosóficamente sobre su propia tiranía con Simónides, el poeta, en presencia —literaria e ideal— de Jenofonte; y de otra parte, en esos siglos intermedios han pasado muchas cosas, entre otras, las ideologías de la modernidad y algunos de los hijos de estas últimas, los totalitarismos del siglo XX, que a veces tienen la piel dura, en especial en los países del tercer mundo, acaso porque algún diablejo arrabalero ha encontrado que es la mejor manera de impedir que se les escapen de sus garras y pasen al mundo desarrollado.
Sin embargo, debo advertir que prefiero discutir por las cosas, no por las palabras; y que es difícil lograr mantener la unidad terminológica cuando los fenómenos estudiados tienen raíces en épocas en que el lenguaje era distinto. Ahora bien, en cuanto a los aspectos de fondo de esas aparentes contradicciones, debo señalar o repetir:
Primero, que la violencia verbal extrema, en boca de un hombre que pretende encarnar un movimiento revolucionario, es en sí misma un acto de Terror que limita la libertad, y causa daños innumerables. Pero, más importante aún, es un signo de guerra, no de paz, pues de acuerdo con la célebre frase de Hobbes más abajo comentada (ver el Cap. IV de mi libro): «La naturaleza de la guerra no está en una batalla que tiene lugar, sino en una disposición de batallar durante todo el tiempo en que no haya garantía de la realidad opuesta, es decir, de la paz». Y, por desgracia, quien insinúa la guerra, promete la muerte.
Segundo, que el militarismo es un tema viejo como el hombre, pero en tiempos modernos renace con la Revolución francesa, lo que tuvo el acierto de anticipar Edmund Burke (ver el Cap. VI de este libro), cuando dijo que «la naturaleza de las cosas exige que el ejército no actúe nunca sino como instrumento» y que «en el momento en que se convierta en un cuerpo deliberante el gobierno, sea el que sea, degenerará inmediatamente en dictadura militar».
El hecho de que las últimas elecciones presidenciales se las hayan disputado dos comandantes retirados (uno de los cuales es además Comandante en Jefe de la Fuerza Armada, por su condición de Presidente en ejercicio), de que se hayan efectuado sondeos de opinión, no autorizados, pero sí publicados, entre los militares activos, y de que el Ministro de Defensa se haya visto obligado a exigir públicamente, en resguardo de la institución a cuya cabeza se encuentra, que no deben mezclarse los militares en los temas electorales, son pruebas irrefutables de la tendencia —Dios quiera resistible—, de que militares armados (creo que en este caso es mejor llamar así a los activos) sean arrastrados a discutir y decidir asuntos políticos como los otros ciudadanos.
Tercero, que si bien Eric Voegelin, más adelante citado en este libro, sostiene que el concepto de tiranía no debe utilizarse en caso de cesarismo, pues al calificar este último de tiránico damos a entender que ese régimen podría ser sustituido por un sistema constitucional, cuando el cesarismo aparece justamente después de la caída definitiva del régimen republicano constitucional, de donde sería un «gobierno post-constitucional» o, como le gustaría decir a Norberto Ceresole, «post-democrático», yo me adhiero a la posición contraria, sostenida por Leo Strauss en su libro antes referido [12], de conformidad con la cual el cesarismo contemporáneo puede ser calificado de tiránico si hay una esperanza razonable de que se restauren la Constitución y las leyes, es decir, la democracia. Dicho en otras palabras, en esta materia la escogencia del término está determinada por razones de fondo, a saber, por mi arraigada esperanza (que no necesito justificar) de que es posible curar la invalidez de la Constitución baldada, o sustituir a la Constitución enferma por otra sana y vigorosa, de acuerdo con nuestra tradición republicana, poniendo término a la tiranía, con la ayuda de todos.
Notas
Leo Strauss, De la tyrannie, suivi de Correspondance avec Alexandre Kojève, nrf, Editions Gallimard, 1997, pág. 98.
Charles de Secondat, barón de Montesquieu et de la Brède, L’Esprit des Lois, en Oeuvres Complètes, París: Editions du Seuil, 1964, pág. 587.
Montesquieu, Mes Pensées, Cap. VII, Nº 1802, pág. 1035, en Oeuvres Complètes.
François Furet, Le Passé d’une illusion, essai sur l’idée communiste au XX siècle, París: Robert Laffont/Calmann Lévy, 1995, pág. 45.
Ver al respecto la apasionante correspondencia entre el historiador alemán y el francés, en François Furet y Ernst Nolte, Fascismo y Comunismo, Madrid: Alianza Editorial, 1999.
La Constitución de 1999 comentada por Allan R. Brewer-Carías, Editorial Arte, Caracas, 2000.
Alain Besançon, Les Origines intellectuelles du léninisme, Calmann Lévy, 1977, págs. 257 y s.s.
Ver al respecto la cita hecha en el Cap. III de mi libro.
Keith Michael Baker, The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture, t. I, The Political Culture of the Old Regime, Oxford, Pergamon Press, 1987; y también el largo artículo Constitution, en Dictionnaire Critique de la Révolution Française, Institutions et Créations, publicado bajo la dirección de François Furet y Mona Ozouf, Flammarion, 1992, págs. 179 a 205.
Allan R. Brewer-Carías, op. cit., Séptima Parte, págs. 244 y s.s.
Keith Michael Baker, Constitution, pág. 204.
Leo Strauss, op. cit., págs. 204 y s.s.
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